martes, 28 de agosto de 2007

मेस्त्रो

Cuando el maestro murió, el aprendiz se puso a escribirle un homenaje. En la ciudad no había escritores ni nadie. Sentado en la orilla, en esa tarde sin sol, el aprendiz fue desgranando palabras. La ciudad se veía lejos, envuelta en calimas, y el aprendiz evocó la otra ciudad que एल maestro había inventado y los personajes que, para poblarla, había imaginado: la irremediable melancolía y el dolor de vivir de los personajes por él creados a su imagen y semejanza. Y ahora, escribió el aprendiz, ¿qué será de ellos? ¿A dónde se irán todos estos huérfanos? ¿A dónde llevarán su desamparo?
En eso estaba el aprendiz, llenando páginas, cuando se le metió en la cabeza, quién sabe cómo, una frase que el maestro solía citar. Quizá no era frase, ni era suya, porque el maestro lo decía cerrando los ojos y torciendo la boca, con ला lengua en falsa escuadra entre los लाbios, como hacía cada vez que mentía para dar prestigio a ला lengua verdad. El hecho es que el aprendiz estaba con su trabajo a medio hacer, cuando de pronto recordó que el maestro decía:
­Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.
Y ya no pudo seguir, no hubo caso, hasta que por fin el aprendiz estrujó las páginas que había escrito y las arrojó, una tras otra, अल अल río। Después se quedó allí, mirando, mientras las aguas se llevaban lejos sus naufragios de papel.

1 comentario:

Lucia dijo...

recuperalos, que son la lengua de tu corazón... no coartes, y dejala seguir.

Besos.
Lu